'Déjà Vida: Nieve a Oscuras.

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(Léanlo en la oscuridad.)
En Suecia  me pone de malas el frío y el cinismo. Cuando llegué no estaba tan mal, siendo un completo desconocido. Errando entre cafés y bares, nadie eclipsaba mis ojeras (o las quemaduras en las muñecas). Tiré mi reloj de plata al río, casi muero de hipotermia al recuperarlo. Compré mariguana y se la regalé a un moribundo. Sé perfectamente que estoy mal de la cabeza, prevengo, escogí enviciarme.
Conocí a un grupo de briagos simpáticos en la fogata de la esquina, me llevaron a su casa y dormí ahí tres tardes. Veíamos la tele, espiábamos a los vecinos y bailábamos desnudos. Desquiciados. En las idas al café encontré un sinvergüenza durmiendo en la tercera banca del Otoño (un parque), con la ambición congelada. Lo seguí y le pregunté su historia. Me pegó con un cristal pequeño, en las costillas. Quería desangrarme, sentir las alucinaciones. Las drogas sinceras.
Almorcé con un investigador retirado repleto de anécdotas grotescas y espeluznantes. El investigador padecía de insomnio, tenía una enredada barba gris, unos ojos verdes profundos y una gorra rusa. Me contó sobre el miedo diurno, el miedo arruinado y el que fortalece cerraduras. Mi interés por él incrementó cuando intentó desahogarse, darse a conocer con gesto y gestos. Soy masoquista, pero también morboso. Escucho los murmullos. El detective me obligó a recibir sus cartas, excusando que causaría más impresión en mí leer lo que quería contarme. Escribía su caso más tétrico y tormentoso, ocurrido en Estocolmo del ’73. Iba por esto, caligrafía de muerto:
“Edificio cuarenta y tres. La población oía alaridos bizarros. Las luces se mueven, una señora se arrastra por las paredes ¿Qué diablos? La oficina principal ya investigó con vehemencia a los supuestos testigos buscando en ellos efectos narcóticos o demencia oculta. Sus rasgos parecen estables y sus testimonios fieles, bien mentidos. Así me dispuse a indagar junto a dos agentes fornidos evasores del pavor a los misterios. Conforme subamos se pondrá peor, según los aullidos de ¿Quiénes? Exceso de moho al llegar a la presunta estructura. Las luces fallan. (Atribuladas) Apagamos los reactores. El primer piso es tranquilo, vislumbramos un par de ratas y ¿qué mierda es eso? Hay un bulto extraño en la esquina previa a los escalones. Las luces han vuelto a encenderse ¡enloquecen!. Uno de mis agentes se ha desmayado. El otro sujeto y yo nos acercamos a la criatura mutilada, está pujando. ¡Dios!. Religión ante rarezas. Está repleto de venas, ¿nos está mirando? Le pido al agente que lo toque. ¡Ha explotado! ¡Estamos vomitando! ¡Nos ha cubierto de sangre! El resiuduo es morado. No tenemos el valor de regresar, se han fundido los focos detrás de nosotros y se escucha un llanto sobrecogedor. Prosigue el ascenso. Silencios, hay camas en el pasillo. La iluminación se ha paralizado. Mi colega se recarga en una cama. ¡Pronuncia mi nombre, despavorido! ¡Su brazo se ha hundido en la cama! Como si fuera arena movediza, un viento extraño comienza a azotarnos. Apareció una silueta retro. Es un hombre de traje café, pálido, callado, nos mira, se acerca. Difuminado. Le pega en el brazo a mi compañero ¡le ha fracturado la extremidad! La aprisionó. Nos  habla, dice que no debemos tocar las camas. Debemos seguirlo. Me ha empujado y grita histérico ‘¡NO TENGAS MIEDO, POR FAVOR!’. Piel de gallina. Sus zapatos no suenan con el eco del pasillo, rechinan a lo lejos. Llegamos, sudando copiosamente, al tercer piso. Nada de camas, ni humedad, algunas lámparas separadas. Caminamos lentamente, temiendo toda la exploración. Mi colega está malherido. Piensa en abandonarme. El hombre trajeado es pésimo guía, no nos deja acercarnos a él. Se ha detenido, sus pasos ya no duelen.  A la mitad del pasadizo. Escuchamos su exhalación, es larga, siniestra, abrumadora. ¿Cómo pudimos llegar aquí? Debimos ser escépticos. Me estoy asfixiando. Las luces se caen, literalmente, me ha herido un ojo. Ahora se encienden otras luces que no notamos, son series como las  navideñas. Cambian. El hombre sigue ahí, escurriendo. Tiene una mancha de sangre en la espalda. ¡Le está sangrando la puta espalda! ¡Corremos! Casi a ciegas. El hombre grita: ‘¡Azotea, azotea!’ y luego comienza a llorar patéticamente. Llegamos al cuarto piso con el corazón en la garganta. El corredor era un estanque azulado, pescera, tuvimos que romperlo para poder pasar. Criaturas babosas y repugnantes trataron de treparnos mientras cruzábamos a toda velocidad los charcos. Mi colega resbaló varias veces y se quejó. Vi a una mujer, salió del cuarto tercero, tenía calcetines en las manos y también lloraba. De nuevo sentí ese aullido escalofriante que nos perseguía desde el primer nivel. ¡Esto es peor que el infierno! El quinto piso estaba destrozado por un huracán, no recuerdo mucho eso, únicamente una nostalgia insondable que me contuvo, el mal tiempo. El sexto piso estaba congelado como el interior de un refrigerador olvidado. En el séptimo piso estaba ¡el brazo sangrante de mi colega! Casi coagulado. Me detuve a vomitar y vi, al final del pasillo, una niña. Se atragantaba. Me agaché junto a ella y sentí paz, su vestidito blanco me recordaba a…,a la niña vendida ¡por ser un desgraciado!. ¿Merezco? ¡Esto!. El vestido se tornó lodoso, el hombre café descendió por las escaleras y violó a la pequeña princesa. Lloré acaloradamente y traté de detenerlo, pero al aproximarme un asco me acorralaba. Corrí río arriba, evitando ver las alteraciones. La azotea era el décimo piso. Cubierto de nieve, colapsé en el tapete. No había sangre, ni miedos, sólo cansancio. Dormí, dormí.//////// Creí haberlo soñado, pero el hombre de traje café aún lo encuentro con la boca abierta en ciertas multitudes, con ligero sangrado dorsal. Semanas después envié equipos especiales del ejército a inspeccionar el edificio. Dos cadetes llegaron hasta la azotea y ambos se  lanzaron lejos de los demonios. Nunca supe realmente la causa del embrujo. El inmueble fue demolido”
Aquella tarde el detective me dejó esperando con una taza de café extra. Nunca volví a saber nada de él. Algunas noches veo a la mujer con los calcetines en la mano, en la calle Prostíbulo. Y me señala, me amenaza. También he visto sangrar la espalda del hombre café. Terror.
Guiñando al ritmo del fa sostenido. ¿Ese guiño? 
Algo sádico y horrendo está por acontecer. Los jueces alaban a una doncella en el patinaje sobre hielo, nipona, una mancha en la pista de hielo se expande. Es rojiza, cristalizada. Los comentaristas: ‘There’s a strange red stain under the ice’. ¿Debajo?
He descendido. Tengo un martillo de jade. El cristal se quiebra, el coágulo erupciona, la pista desaparece. He descubierto un lago, inundado de huesos. Yo y mi locura. ¿Por qué soy así? He elegido el miedo como aliado. Ellos me temen. Fui creado para traumatizar. Me entretiene y satisface.
Ahora cierro la puerta, cierro los ojos.
(Duerme poco.)