Mandarina

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Llevo quince coma cuatro años hospedado en las mejillas chapeadas de una mandarina. Salgo por una resbaladilla porosa y naranja; entro a la estancia principal por una gota. Recorro la escalada, trepando las lianas blanquecinas, son hebras talladas en la cáscara, unos puentes colgantes comestibles e inextricables. Los microbios los confiesan una misteriosa red de túneles irreconocibles sin antorcha.
Entiendo mejor que nadie las diferencias entre aromas: la cáscara exterior (la corteza volcánica cítrica, ácido aterciopelado, una cortina líquida desciende por los valles nostálgicos; ese olor es un pleonasmo, lo he poseído en otros lugares ¿dónde fue? En un mercado otoñal, en un altar, en una ofrenda. ¡Debe serlo! No lo había notado antes, todas las mandarinas padecen una conexión aromática, espiritual y sensitiva con las flores de cempasúchil, las retengo y me encuentro con el recuerdo de ese aroma por todos lados. Es una conmemoración centrífuga, un recordatorio del cambio de viento. Es una asociación aromática y sentimental que recién descubrí. Y acaparé el extensivo olfato.), la cáscara interior (es una cueva de arrugas frágiles, húmedas y menos trágicas que el manto exterior, lo más cautivador son las telarañas sazonadas que antes mencioné, semejantes a la sinapsis de una neurona; yo cuelgo despreocupado y entablo conversaciones enroscadas con las débiles hamacas.) y el fruto (se me permite nadar en él, pero no alimentarme, es intentar devorar las paredes y provocar una inundación pegajosa y llega a desordenar mis pertenencias. Puede equivocarse en rumbo y desfalcar el latido de la mandarina, los tragos inadmisibles del orbe pulposo, venoso, una bemba robusta deseosa de un beso intenso y fugaz.), pueden ser acertadas o lejanas.
Quisiera recalcar la conexión mística, malévola, inspiradora entre las flores anaranjadas y mi guarida. ¿Soy sólo yo? ¿Soy el único que acepta la presencia de los muertos o su esencia, o el cabello recogido de su esencia? Como si ambos se tratasen de una provocación, un imán naturista, un llamado aromático. La música predilecta, las señales que describen minuciosamente la cariñosa forma de regresar, o de llegar por vez primera.
Huelo en estas flores la mandíbula interna de una nostalgia regañada pero que sabe encontrar perdón en los rezos, en las susurradas confesiones de última hora, en la limpieza y adorno de una tumba. Las flores rebelan el aroma profano de osamentas reservadas para esta noche, para esta flama, para la crema de la cera que escurre por todo el altar, quemando el papel picado, cubriendo la mandarina, ¡encerrándonos!
Haz algo.
Revive esa mandarina.
Sopla la vela. Pero no la noche, ni el rito, y abriga las sombras que nos visitan. Adelante, siéntanse en su sala. Provecho.