El cielo se decoloró después del entierro de Tobías. El mundo se degradó como una bufanda empapada. Cuando para los demás esclarecía y era un azul Caribe, yo lo veía blanquecino. La comida se tornó agria y la música insultante. Mi esposa se cansó. Se fue, en una sumersión. Sobando una quemadura con un vidrio frío.
Abandoné mi vida profesional. Traté de refugiarme en una casa de madera con ventanas de cobre. La agonía se interpuso a las siestas, al atardecer, en los detalles. El viento me debilitaba. Drástico, con lástima, el olvido me pidió perdón.
Entré al museo donde una exhibición me hizo recordar que hace muchos años compré una enciclopedia de tradiciones. Fui capturado por una de las descripciones, denominada el día de los muertos. El asombro remanente inspiró el plan.
Decidí sacar dinero del banco e invadir una habitación en México. Revisé un mapa antes de negar el océano. Rememoré los ojos azules de Tobías. Su color favorito era el gris, me confesó, porque lo adormecía.
Todo es menos triste desde que desempaqué. Alquilé un cuchitril en Veracruz, en lo que encuentro ocupación.
Huí del puerto. No tolero la violencia ni el calor. Antier me arrestaron y cada día las playas se marchitan con sombras de barcos armados.
Me recomendaron Xalapa. Comencé limpiando los suelos de un mercado que está entre una cárcel y una iglesia. Es un tenderete cuadrangular, red de pesca. Recojo los filamentos de perejil y los jitomates. Todas las mañanas me regalan el desayuno a cambio de una barrida. Me apodan ‘Ese’ como diminutivo de Sören. Jaime, el florista, cree que es la traducción de Sergio. Me agrada su humildad. Es de los pocos que respeta mi discreción. A nadie le he mencionado la voz de Tobías, que resuena entre mis ganglios como una paloma aplastada o un violonchelo sin aplomo. Nadie cuestiona los motivos de mi emigración. La consideran irreflexiva.
Jaime se burla de mi desaparición en el primer mundo. Me pregunta si es sensato retroceder en la cadena evolutiva. Yo le respondo con una postal ajada que me heredó un bisabuelo: reseña en perfecto español la prepotencia. Me invitó a cenar para decidir que -nada importa tanto-.
Con él me sinceré, aquella noche, después de los mariscos. Caminamos y le traduje mi pasado. Lloró y a la mañana siguiente le pedí un favor.
Vine a México para conseguir un empleo en cualquier cementerio, uno vetusto y con rejas, con un olmo en la salida y el tiritar.
Quiero sacudir las tumbas, recuperar su dolencia, curarlas con lentitud de pañuelo. Roncar al lado de sábanas llameantes y luto admirable.
Antes de evacuar Dinamarca requerí un permiso de exhumación. Al hacerlo sentí la cabellera de Tobías en mi barbilla. Percibí sus dedos doblando mi oreja. Lo escuché resoplar. El traslado de su cuerpo se lo encargué a un amigo pescador capaz de transmutar un ataúd en un barco de vapor o un giro postal.
Cuando llegó el deshecho, protagonista de mis lágrimas, se abrían los primeros pétalos de agosto y mi puesto en el cementerio era evidente para viudas y espectros. En un segundo entierro el alma de mi progenie descansó en una parcela de mazorcas, con un epitafio ronco. Me despedí con un alcatraz en las rodillas.
Jaime me condujo a su pueblo natal separado a media hora del centro. Su madre nos abasteció con gastronomía florida y aguas frescas. Posteriormente caminamos a un costado de la vía del tren hasta llegar a un gallinero, en la colina. Le descubrí mis intenciones para el dos de noviembre. Jaime y su madre me instruyeron en el detallado ritual, me aseguraron los estimulantes de atracción paranormal. El aseo, el aroma, el color, el dolor, el lamento y la aparición.
El penúltimo mes, asemejado a un mariachi nórdico, me senté a sacudir la maleza y encendí incienso junto al fuego naranja. Enjugué los ramos de cempasúchil con la convección de la veladora. Tobías era cada sensación. Los aromas se interpusieron entre una noche estrellada y los huesitos calcinados cubiertos de losas. Los susurros mortuorios callaron. Una jarana con dos cuerdas movió una cancioncilla. La melancolía absorbió el color morado y naranja entre la oscuridad.
Me despertó un pie terroso que sobó mi mano.
-¿Papá? ¿Qué haces aquí?-
Abracé las piernas de mi hijo y me sumí en su esencia.