Desperté a las seis de la tarde con mucha sed y ganas de quedarme en la cama leyendo. Salpiqué mi pereza en el lavabo. Postergué limpieza, obligaciones y todo lo demás que fuera tedioso y estuviese inacabado. No quería pensar. Me resisto a acelerar los traslados de un maniático a otro maniático para llegar a un maniático y sudar como enfermero.
Me despreocupé. Será un fin de semana prolongado. Respiré para llamarle a Claudia. ¿Te caigo en quince minutos? Salí sin abrigo. Caminé o troté al cruzar un parque mojado y avisarle a Fabio la locación del encuentro. Me lloraron los ojos por el viento. Alquilé un té helado (porque ya no los venden).
Me senté junto a Julia, la mejor amiga de Claudia. Hablamos sobre una tormenta que mató a no sé quién. Es un instante borroso. Luego llegó Fabio y compramos botanas. Perseguimos a un niño que bailaba frente a un tendero indiferente. Compré cigarros y galletas de canela (combinación estelar).
Rumiamos indecisos antes de abrir las cervezas. ¿Vamos a una fiesta o permanecemos en el piso, haciendo ángeles de mugre, hablando mal del prójimo? Optamos por la música fuerte con desconocidos con olor a piñata incendiada, no sin antes memorizar el rumbo vía Google Maps.
Nos dirigíamos a la fiesta de Hitler, aka Adolf Hipster, un pazguato afeminado que habla en voz baja. Arribamos descaradamente fumando como prostitutas alebrestadas y picando comida como castores. Escuché con atención un dilema circunstancial que atormenta a Julia desde hace meses. Un tal Ramiro lo escuchó sin entender un carajo. Me detuvo después y con el argot de los metiches me expuso una apología al rompimiento de noviazgos. Me aburrió como la literatura antártica, inexistente.
Bailamos como insectos para retar a los odiosos. Hablé como español para entrar en conversaciones repulsivas. Me escabullí al baño un par de veces (de lo que mejor recuerdo), reí por chistes incomprensibles o eran muy malos o porque todos se retorcían menos yo. Después intenté explicar una anécdota con un arete, un cacahuate y un escote. En vano.
Engullimos brownies, jícama y chetos. Ignoramos que los primeros estaban barnizados con mariguana. Nos advirtieron tarde. Un bromista desconsiderado mezclo los que sí tenían con los que no. Tercer Reich de mierda. El festejado imita a Chaplin. Todo se alteró.
Cuando pensé que unos fantasmas sostenían una torre en la ventana. Cuando las arterias dejaron de fluir. Cuando las brasas entraron en el torrente. Tuberías ahumadas. Mi cuerpo se balanceó. Les pedí a Claudia y a Fabio hacer como si nunca hubiéramos llegado.
Salimos a la banqueta y la hierba nos chantejeo. Durísimo. Ya no estábamos en la colonia. Nos desintegramos y trasladamos blandas capas de lentes y lentes y lentes y lentes y lentes a Xalapa o a un parque eterno con árboles intestinales que surgían en muerte con nuestra ansiedad. No cabíamos en el espacio. Masa y dilatación. Asumí el rol de protector del alarido. Fabio fue conductor de la eternidad. Estuvimos atorados, menguantes, en una visión. Me precipité a tararear. Claudia se relajó.
Tardamos milenios (media hora) en llegar. Con radar psicodélico, la cruz de la iglesia azul neón a una distancia inverosímil. Que se alejaba. Cautivos en intermitencia. Repetición de los trazos corporales y los movimientos de la zona. Remolino. Ningún reloj. Una serenidad lúdica. Muerte incompleta envuelta en sensatez e intolerancia. Desconfiguración del alma, separación de sombras y señores que se burlaron de nosotros cuando comimos una torta en el suelo. Porque sabían que estábamos hartos.
El trance prosiguió. Fue una falsa pesadilla. Estar ahogado en un mundo sin agua. Nos olvidamos. Nos centramos en el derrame. ¿Ustedes dónde se quedaron? De ahí excavan los desenlaces.
Llegué a mi casa a masturbarme y a lamer música.
Amanecí deshidratado, con cara de lodo.